Juan empezó el sábado con el
tratamiento nuevo. Hubo que hacer adaptación de horarios y costumbres. El
cronograma quedó pegado en la heladera a vista de todos, por las dudas. El
lunes me levanté cinco y media (cosa totalmente infrecuente en mí) para
prepararle todo y acompañarlo. La primer nebu es antes de ir al colegio y como
es un antibiótico fuerte, había que ver cómo reaccionaba. Solo se mareó un poco
y todo siguió su curso habitual. Cuando volvió a mediodía me trajo un
chocolate. Creo que fue su manera de agradecerme el madrugón.
Yo estoy acomodándome de a poco
al ritmo habitual y dedicando la energía a otras cosas. A veces me ha costado,
pero la idea no es dejar la vida por esto. Es incorporar el tratamiento y las
rutinas nuevas a la vida habitual. Hacer más cosas que nos hagan felices. Hacer
que todo valga la pena. No dilapidar el tiempo en emociones inútiles o en
personas que nos tiran para abajo. Algunos que lo ven de afuera se conmueven. Se
solidarizan. Se entristecen, se espantan o se sienten admiradores. He notado
cierta condescendencia hacia mí en el trabajo, en el estudio y en la gente que
veo habitualmente. Me bajan las exigencias, me miran no sé bien si con respeto,
pena o admiración. Yo creo que es una mezcla
de todo. Aunque estoy recibiendo otros mimos y otro cariño, prefiero la mirada
de siempre. A esta altura yo ya no
cambiaría nada. Realmente las cosas lindas se disfrutan el doble, el triple o
aún más. Por ejemplo, yo me emociono mucho más con hechos artísticos como una
ópera, un poema, una canción… que terminan siendo un reflejo de la vida.
Celebro más las cosas buenas y nobles de algunas personas. Juan también. Ayer quería ir
a entrenar igual. Dice que con viento, frío y lluvia es más emocionante.
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