Cuando empecé a escribir esta
historia, tenía la intención de contestar todas las preguntas que nos hacían.
De contar las cosas buenas que nos resultaron y cómo las hicimos. En suma, de
contar lo que a mi me hubiera gustado saber para no tener que aprenderlo sola y
ahorrar tiempo y energía. Pero sobre todo para contar otra historia posible.
Muy distinta a los pronósticos que dan los médicos, basándose en libros, en
cosas que aprendieron en la facultad y hasta en la propia experiencia. El
problema es que aseguran que la teoría general se aplica a todos los casos sin
lugar a dudas y a una persona vulnerable o confiada, le pueden matar en un
segundo cualquier esperanza o ilusión. Por suerte no fue mi caso, nuestro caso.
¿Cómo una madre va a aceptar que la vida de su hijo está acabada antes de
empezar? Es imposible. Juan Pedro es un vivo ejemplo de que a veces los
pronósticos se equivocan. La semana pasada uno de los médicos de Juan nos dijo
que él nunca pensó que fuera a pasar del primer año. Cosas como estas he
escuchado muchísimas en estos quince años.
Hoy creo que escribo para alentar
el sentido común y el espíritu crítico. La intuición y la propia búsqueda. Fomentar
una desconfianza benéfica en los profesionales que se ocupan. Al fin y al cabo,
un paciente es un paciente y nadie conoce mejor a una criatura que sus propios
padres. Qué les hace bien, en que son más vulnerables. Sobre todo las madres.
Con notar la luminosidad de la piel o la falta de ella, la voz, la postura,
como suena la tos (si la tiene) nos puede sonar más una cosa que otra. Por
supuesto que no sustituye a todos los especialistas, ni hablar. Pero orienta. Hace
que la comunicación sea más fluida y el chico tenga un tratamiento más ajustado
a sus reales necesidades.
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